Paren los relojes…
Paren los relojes, descuelguen el teléfono,
dénle al perro un buen hueso para que no ladre;
acallen los pianos, suene sordo el tambor,
levanten el cajón y el cortejo, que avance.
Que los aeroplanos den vueltas gimiendo
y garabateen en el cielo: “Él ha muerto”;
a cada paloma pública cuélguenle un crespón,
y la policía, que dirija el tráfico
usando guantes negros de algodón.
Él era mi Sur, mi Norte, mi Este y mi Oeste era,
mi semana laboral y mi descanso del domingo,
mi charla, mi canto, mi alta noche y mi mediodía.
Pensé que el amor por siempre duraría:
estaba en un error.
Ya no hacen falta estrellas, sáquenlas a todas;
desmantelen el sol y la luna sea guardada;
desagoten el mar y acaben con el bosque;
nada de todo eso sirve ya para nada.
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Traducción de Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich